Al cabo de casi 50 años atravesó Neuquén por última vez haciendo sonar largamente su bocina: fue una queja, un lamento, un llanto, una despedida
Los ferroviarios lo escucharon y lloraron por él. El dolor llegó hasta los sepulcros de los maquinistas que lo honraron, como Ventureira y Fentini, amigos ambos de otros tiempos de […] Rieles Multimedio
Al cabo de casi 50 años atravesó Neuquén por última vez haciendo sonar largamente su bocina: fue una queja, un lamento, un llanto, una despedida.
Los ferroviarios lo escucharon y lloraron por él. El dolor llegó hasta los sepulcros de los maquinistas que lo honraron, como Ventureira y Fentini, amigos ambos de otros tiempos de luchas (¿se acuerdan del hospitalferroviario, de Manrique?). A media cuadra de la vía, desde el local sindical, alguien agitó un pañuelo de saludo. Chau, viejo amigo.
Tal vez haya sido un maquinista de La Fraternidad, ese gremio más que centenario de nombre tan hermoso, significante del espíritu que reinaba entre los trabajadores que hace más de cien años comenzaron a edificar este país. El gremio fue la fraternidad; ellos, los fraternales.
Cuando todavía estos pueblos eran caseríos que de tanto en tanto mostraban sus chatos perfiles debajo de los álamos cuando se disipaba el polvo, el tren de pasajeros, “el pasajero”, llegaba todos los días como heraldo de una civilización. De noche, sobre el andén, uno intentaba penetrar la oscuridad para verlo asomar y de pronto, allá, se veía la luz. “Allá viene”, cantaba siempre alguien, un chico, yo.
Y pasaba. La máquina con su señor, el maquinista. Tiempos hubo en que se alimentaban a leña y carbón y tenían nombres de pájaros: zorzal, jilguero, alondra. Después los vagones, de madera: el del correo, los de primera y segunda, el deslumbrante coche comedor. La segunda, con sus largos asientos de madera que llamábamos “la parrilla” pero que permitían dormir cómodamente, era de los pobres y los estudiantes que pudimos ir a la universidad. Había en el trayecto verdaderas orgías gastronómicas de milanesas, huevos duros, fiambres. Las bebidas llegaban con un mozo que tiraba de un carrito. El viaje era largo, de un día, pero se podía pasear por los pasillos, bajar en las estaciones, tomar mate, armar mesas de truco, dormir o mirar el paisaje que desfilaba a través de las amplias ventanas.
Del coche comedor ni hablar, porque era el lujo. Manteles blancos, vajilla que todavía quedaba del tiempo de los ingleses, menú, comida caliente, vino, café.
Y los dormitorios… La primera vez que entré en uno de esos dormitorios quedé en un estado de encantamiento. Tenían una escalera para ascender a la cama de arriba, un pequeño ventilador, lavatorio, muchas luces. Llegaba la noche, uno se acostaba, leía un poco, luego dormía plácidamente y cuando despertaba ya estaba llegando. En la estación unas gentes esperaban viajeros, otras paseaban. Mi viejo solía ir a comprar el diario, que llegaba con dos días de atraso. El tren, señores, era la civilización, único medio de transporte que llevaba consigo diarios, envíos postales, gente, cargas, nuestra famosa fruta.
Por favor, un recuerdo más. De regreso de México, tres amigos quisimos hacer ese viaje en tren. Después de vivir años en un país sin praderas, nos largamos hacia el Valle. Yo quería volver a disfrutar de esa modorra tan singular del ferrocarril Roca, una línea recta hacia el sur sin curvas ni montañas, y ver en los campos bonaerenses esas vacas gordas inmóviles, la casa de mi abuelo en Darwin y el río lamiendo las vías por Chelforó.
Una señora muy adinerada
Fue un trabajo duro y costoso el tendido de esos 1.500 kilómetros de vías, de Constitución a Zapala, del Atlántico al Pacífico casi, atravesando suelos de fama como la pampa húmeda y el desierto patagónico. Pero dio sus frutos. Nuestra prosperidad se explica, entre unas pocas razones -la Conquista del Desierto, la inmigración, el riego-, por el tren, que fue la civilización.
Lo sorprendente es que no ha dejado de serlo. No se va por viejo, ni por inservible. Se va porque han querido que se fuera quienes, desde el nacionalizador Juan Perón en adelante, no supieron o no quisieron cuidarlo, seducidos por esos calabozos de lata rodante, ruidosos, contaminantes, neurotizantes, agresivos e idiotizadores llamados automóviles. Ahora, por lo tanto, quienes -la mayoría de los mortales de este país- están condenados a permanecer adheridos al suelo para transportarse -porque para viajar en avión hay que pagar una fortuna- no tendrán salida: deberán moverse a velocidades del año 2000 sobre rutas que, como la 22, son de 50 años antes y formar parte del elenco que todos los días desafía a la muerte.
No vamos a estar mejor sin trenes. Nuestros viajes serán más incómodos, más caros, más contaminantes y, sobre todo, más peligrosos.
Poner por escrito unas palabras tiernas para traer a los trenes hacia el corazón no es, necesariamente, dejarse llevar por la melancolía. Para un país que sigue tocando el timbre del Primer Mundo sin que nadie atienda, quedarse sin trenes es, justamente, afirmarse en el Tercer Mundo. Porque cuando la Argentina estaba, según nos dicen, en el sexto lugar entre los países de todo el planeta, era, entre otras cosas, porque tenía un tendidoferroviario propio de los países más desarrollados y muy superior, por lo tanto, al de México o Brasil, situados en el subcontinente en niveles de desarrollo similares al nuestro. Por lo tanto, eliminando trenes volvemos al estadio que precedió a la Revolución Industrial, cuya nota más característica fue ese ferrocarril que hoy, moderno, confortable, seguro, veloz, está pegado al mapa europeo como una telaraña.
Ahora “el pasajero” no corre más. Se perdió en la línea del horizonte, y no vuelve. Queda el carguero, comprado por una señora muy adinerada, reina del cemento, que lo recibió entre aplausos, risas y plácemes. Dentro de todo, menos mal, porque así quedan las vías, que serán mantenidas en condiciones para que, cuando las cosas mejoren y haya un solo mundo, vuelva el querido tren.
(*) Esta nota fue publicada el 14 de marzo de 1998